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Messaggi Don Orione
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Autore: Pietro Boccardo
Pubblicato in: Traducci�n: Te�filo Calvo P�rez

Don Orione se encontraba en Valdocco cuando, el 31 de enero de 1888, muriò Don Bosco. En una conversaciòn con sus cohermanos recuerda el clima y los sentimientos de aquel acontecimiento.

DON ORIONE RECUERDA LA MUERTE DE

SAN JUAN BOSCO EN VALDOCCO

Pietro Boccardo

 

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El recuerdo de Don Orione presente en Valdocco el 31 de enero de 1888

La era científica y tecnológica de la edad posmoderna trata por todos los medios de exorcizar la realidad de la muerte, que inútilmente se intenta dejar a un lado. W. Nigg, en una breve publicación cuyo título es "La muerte de los justos. Del miedo a la esperanza", repasa sucintamente la muerte de algunos santos de los que es un profundo conocedor. En la segunda parte esboza el momento cumbre de estos muertos tan diferentes y variados: la muerte "común" de Benedicto Labre, aquella consumada en la soledad de San Agustín, aquella cruenta de Juana de Arco y de Tomás Moro, aquella dura y angustiosa - pareciera hasta difícil de creer - de Catalina de Siena y de Bernadette Soubirous; o aquella tranquila de Benedetto de Norcia; y en fin aquella, llegada en el gozo, de Francisco de Asís. Y en este punto surge la pregunta: ¿Cómo murió Don Bosco?

Es conocido que desde febrero de 1884 en adelante va pasando de una enfermedad a otra; su fibra robustísima se va debilitando golpe a golpe, los dolores físicos van lacerando sus carnes; el calvario se hace cada vez más doloroso; aunque los jóvenes no lo advierten y le miran con admiración creciente cada vez que, aunque sea fugazmente, pueden acercarse a él, oírlo o escucharlo personalmente en el sacramento de la reconciliación.

Con el pasar de los días él mismo - pero también sus hijos - advierte cada vez más, como San Pablo, que va terminando ya su carrera, y se prepara a morir. Entre finales de 1887 y enero de 1888, este sol de santidad realiza su intensa preparación para el encuentro con Dios, sumamente amado. De este último segmento de la vida del santo y de los jóvenes anotaremos sólo tres puntos: las novissima verba (las últimas palabras), el momento de la muerte y su segunda vida.

En los últimos días de su existencia, los salesianos de la primera generación lo asistieron por turnos continuamente, pero también no pocos de la segunda generación; para dictar a la posteridad las palabras de su amadísimo padre, así tuvieron mucho cuidado de recoger de sus labios cansados las palabras que de tanto en tanto iba diciendo. Las palabras de los moribundos están cargadas de sentido divino y tienen un valor único. El Archivo Salesiano Central conserva en distintas versiones estos pensamientos, que los recolectores sabían bien que eran para la posteridad, como la más preciada herencia.

 

«NOVISSIMA VERBA»

Sus últimas palabras revelan sobre todo los aspectos fundamentales de su personalidad de cura educador, de pastor y de fundador. El pensamiento dominante que surge tanto en los momentos de lucidez como en los momentos inconscientes, exprime su gran preocupación por la salvación de las almas juveniles. Y en un cierto momento, batiendo las manos grita:  «¡Corran, corran, rápido a salvar a esos jóvenes! ¡María Santísima, ayúdales, Madre, Madre!».

Don Bosco, como sabemos, a diferencia de otros fundadores, había realizado su institución con elementos jovencísimos; de aquí que hubiera un cierto temor de que no estuviesen a la altura para continuar su obra: «¡Me han engañado!» Pero prevalece rápido su optimismo y su fe en Dios: «¡Valor! ¡Adelante! ¡Siempre adelante!"».

Las mismas palabras vuelven de nuevo, pero Cagliero lo tranquiliza: «Esté tranquilo, Don Bosco, lo haremos todo, todo lo que desea». Es conocido que el Santo tenía los pies bien en tierra, pero su empuje de apóstol estaba siempre fijo en Dios: el pensamiento del Paraíso fue continuamente una dominante de su vida. Volviéndose a quien estaba cerca repetía a menudo: «¡Hasta que nos veamos en el Paraíso! Hagan orar por mí». Y a Don Bonetti: «Diles a los jóvenes que les espero a todos en el Paraíso».

El mismo pensamiento, de forma más comprometida, lo reserva a sus queridas monjas: «¡Escucha! Dirás a las hermanas que, si observan las reglas, su salvación está asegurada».

Las últimas palabras tomadas de sus labios son de abandono en Dios y de confianza en la Virgen Bendita: «Jesús y María, os doy mi corazón y mi alma. In manus tuas, Domine, commendo spiritum meum. Oh Madre, Madre, abridme las puertas del Paraíso». A diferencia de su vida saturada de eventos extraordinarios, su muerte no presenta rasgos excepcionales, pero, como se nota en sus «novissima verba», es el apagarse sereno de una vida donada enteramente a Dios y al prójimo en la perspectiva de la beatitud eterna.

 

LA MUERTE

La muerte de don Bosco no fue una muerte repentina. Preparada durante largos meses de graves sufrimientos y enfermedades, fue el ir apagándose de una llama que había agotado ya su alimento. Los últimos días de la enfermedad, cuando los médicos no daban ninguna esperanza de mejora, en Valdocco por parte de los superiores y de los jóvenes se elevaba, puede decirse, una oración incesante a María Auxiliadora para que obtuviese el milagro. En la psicología colectiva estaba la convicción de que Don Bosco no debía morir nunca. Algunos jóvenes ofrecieron a Dios su propia vida.

Entre las experiencias más conmovedoras respecto a la muerte del Santo, queremos recordar las del beato Orione, que alimentaba - y será para toda la vida - por el santo de los jóvenes un afecto y una estima ilimitadas. Trascurridos los años, se le oyó repetir: «Caminaría sobre carbones encendidos por ver una vez más a Don Bosco para darle las gracias».

Será oportuno recordar que "Don Orione fue estudiante en Valdocco desde el 4 de octubre de 1886 a 1889. Cómo y por qué, después de haber sido dirigido por Don Rúa, le fue concedido confesarse por Don Bosco, cuando este privilegio estaba reservado a muy pocos, estando el santo tan escaso de fuerzas, es un misterio. Tal vez, en este adolescente predestinado él veía revivir la imagen de Domingo Savio y preveía su futuro; por otro lado, cada vez que el joven podía acercarse al padre de su alma, se sentía transportado a una región superior, a la órbita del fuego divino de aquella gran alma que, en el tramonto de su vida, brillaba con su luz más intensa. El querido joven, ya enriquecido de gracia, grababa dentro las directrices del Santo y las custodiaba como un tesoro precioso.

Siempre en el curso de su vida extraordinaria, incluso frente a otras espléndidas figuras que él mismo fue encontrando, Don Orione recurre con el pensamiento a "su" Santo, a Don Bosco, y a sus directos colaboradores: don Rúa, don Berto, don Francesia, don Trione, a ellos vuelve sus grandes y santos ojos inocentes. De Don Bosco, de sus colaboradores, del clima de Valdocco, donde se respiraba «el aire de Dios», permanecerá siempre en él una entrañable nostalgia y un recuerdo indeleble.

En la inminencia de la muerte de Don Bosco, la noticia fue difundida en toda la Congregación - hace notar Don Orione - Valdocco reclamaba la atención, incluso desde las regiones más lejanas, la de todos los salesianos.

«Vinieron por entonces en aquellos días muchos salesianos de Inglaterra, de España, de lugares lejanos. Los primeros hijos, los más ancianos, ¿cómo podían estar alejados, cómo podían quedarse sin ver todavía una vez más a Don Bosco? Nosotros que estábamos allí, veíamos a muchos salesianos que no habíamos visto nunca, muchos salesianos que tenían ya los cabellos blancos. Nuestros superiores más mayores, Don Rúa, Don Cerruti, Don Belmonte, director de la casa, ¡estaban llenos de tristeza! Resignados, si, pero se sentía el dolor en las caras de todos. Se rezaba muchísimo y por parte de todos. El Papa había enviado su bendición; llegaron cartas y telegramas de todas partes. Muchos, no pudiendo ser recibidos, se iban a los lugares altos y miraban por las ventanas; se rezaba continuamente; y se encendían velas y lámparas en el Santuario de María Auxiliadora».

«Pero Don Bosco no volvió ya atrás con su salud. Le sugerían repetir jaculatorias y le decían: "Don Bosco, diga: ¡María Auxiliadora, obtenme la gracia de recobrar las fuerzas, de curarme!". Pero él no quiso repetir esa oración para mostrarse completamente confiado en la voluntad de Dios. Sin embargo decía: "Señor, que se haga Tu Voluntad".

Los médicos habían declarado ya imposible la cura de Don Bosco: y no obstante todos esperaban. ¡Quién ama siempre espera!».

«El día 30 de enero ya no hablaba. A todos nosotros muchachos nos hicieron pasar delante de él. Extendido sobre la cama con las manos fuera, parecía que ya no entendiese; tenía una estola violeta al fondo, a los pies. Algunos le besaban las manos, algunos los pies, otros lloraban, otros besaban las ropas de la cama. Tenía la cabeza hacia la derecha; los cabellos un poco rizado. Aquella noche ninguno durmió. Habían llegado salesianos de todas partes parecía que Don Bosco les hubiese llamado a todos. Algunos estaban cansados, cansadísimos de la noche precedente, y algunos se acostaban sobre las mesas, no podían ya tenerse en pie, velaban, como hijos amadísimos alrededor de su Padre. Estaban cansados porque venían de muy lejos. ¡Y tampoco nosotros, la vigilia de su muerte, habíamos dormido! Y había un silencio y una paz, que era todo una oración. Todos oraban. Se sentía algo extraordinario. Si yo tuviese la lengua de un santo, no podría decir aquello que sentimos aquella noche. Vean, querido clérigos, que han pasado ya 50 años y esta misma voz, llena de conmoción, que les habla, les dice aquello que debía ocurrir entonces, en aquellos momentos. Teníamos órdenes de no movernos. Todo se hacía con el ánimo suspendido: alguno se adormecía, pero todos estábamos con una gran expectativa».

«Y he aquí que, mientras tocaba el Ave María del 31 de enero, Don Bosco moría. Por la mañana, por lo general a las 5, tocaba la campana de María Auxiliadora el Ave María. No sé por qué, aquella mañana, el Ave María sonó a las 4 y media; a las 4 y tres cuartos moría Don Bosco».

«¿Dónde estaba yo entonces? La habitación donde yo dormía era contigua a las habitaciones de Don Bosco; a la hora en que el querido Don Bosco moría, se sintió como un golpe: era uno de los salesianos misioneros más anciano, que había hecho vigilia toda la noche. Se ve que cuando fueron a llamarlo - reposaba sobre una mesita- y parece que fue tal su aturdimiento que cayó. ¡Fue aquel misionero que cayó; era la vida de Don Bosco que caía! Se había recostado sobre una mesa, aquel salesiano, y al oír que Don Bosco había muerto, se conmocionó de tal manera que cayó de la mesa. Aquel ruido fue como un signo de que Don Bosco había muerto. Don Bosco moría como mueren los santos, todos los santos».

«Llegado el día, pronto se corrió la noticia por el Oratorio y por todos se sintió que algo grande había ocurrido. Aquel día ya no había pan. Don Bosco había prometido que la Providencia no faltaría nunca. Los salesianos tenían un sentido de resignación muy vivo. Ellos se venían en medio de nosotros, también los viejos que no habían venido en otras ocasiones. Ya les he dicho otras veces que después de la muerte de Don Bosco se difundió por todo el Oratorio como una especie de aura suave de paz, de tranquilidad. Por todo el Oratorio había una especie de suavidad, un sentido de paz, una cosa… una cosa…, que yo siento aún hoy después de 50 años; un sentimiento de paz, una aire suave que penetraba todos los corazones, a todas las personas, incluso las paredes de la casa, que parecía que estuviesen también compenetradas; había un no sé qué, algo extraordinario que yo no he vuelto a sentir nunca. Don Bosco estaba allí: con su espíritu de padre, de santidad, de dulzura, de paz; había penetrado en el corazón y en las actividades de todos y, les repito, parecía que estuviesen compenetradas las paredes de la casa. Y aquello que sentía yo lo sentían todos. Don Bosco con su espíritu de paz había entrado en las vísceras de todos».

Son las palabras de Don Orione ciertamente de medida desbordante. A quienes le decía que "siempre" hablaba de Don Bosco, respondía con una fuerte imagen de reminiscencias bíblicas: «¡Que Dios seque mi lengua, antes de que yo cese de bendecir a aquel hombre santo!».

 

RECUERDO INDELEBLE

Sobre la muerte de Don Bosco la prensa, también la laica, tuvo generalmente palabra de elogio, y no faltaron conmemoraciones de alto perfil, que han pasado a la historia. Aquí recordamos el testimonio de Don Orione, dejado a sus religiosos a lo largo de toda su vida y además contado en una edad ya avanzada. Hay en sus palabras ciertamente algo de idealización; hay énfasis y el lirismo de su gran corazón; pero más allá de eso está la objetividad de un hecho intachable.

«¡Ah Don Bosco, cómo te siento aún! ¡Siento tu voz amorosa, tan tierna; veo tu venerada figura, tu afable santidad, atrayente, todo ternura, tan ardiente de caridad divina! ¡Don Bosco! ¡Oh aquellas tardes en las que nos hablabas, y la serenidad de tu espíritu iluminaba mi alma; cuando confortabas a tus pobres hijos, allí a los pies del altar, donde estaba Jesús que nos abrazaba a todos en el seno de su caridad divina, inmensa!».

Don Bosco fue uno de los grandes modelos de su vida: «¡Don Bosco! ¡Hombre de ideas grandes - tan grande como la caridad de Jesús que inflamaba su alma de educador y de apóstol - de la Comunión frecuente, de la tierna devoción a la Virgen y del afecto a la Iglesia; de donde sacó la vida y la fuerza para él y los suyos. ¡Don Bosco! el más humilde y el más activo de los hombres que yo haya conocido: siempre sencillo y afectuoso: gallardo en el querer, ardiente de piedad, experto a la hora de valerse de todo para hacer el bien y de todas las ramas del saber para educar. ¡Don Bosco fue verdaderamente el sacerdote de Dios, el sacerdote del corazón grande, sin fronteras! ¡En él estaba la caridad que animaba y encendía el alma de Pablo: Charitas Christi! En él estaba el espíritu de San Vicente de Paul y la dulzura de Francisco de Sales. De una fe inquebrantable en aquella Divina Providencia que viste de plumas a los pájaros del cielo, fue aclamado como Apóstol de la juventud».

Lo proponía a sus hijos como modelo de vida, no perdiendo puntada también para aclarar que de hecho las apariencias no tienen peso espiritual.

Cuando, por ejemplo, Juan Bosco, estudiante en Chieri, vio que el prestidigitador alejaba a la gente de la Iglesia, «no se fue a rezar a la iglesia - comentaba Don Orione - para que el prestidigitador terminase - rezó también, ciertamente - pero lo afrontó con desenvoltura». Y subrayaba: «Así como en todas las cosas Don Bosco, también con los pies y con los zapatos, caminaba sobre el cielo - porque el bien tiene sus ardores, y porque el bien es humilde, pero, cuando llega el momento, se vuelve león -, Don Bosco subió a donde estaba el prestidigitador, se agarró a la rama y elevando las piernas y los pies a lo alto, hacia el cielo, de manera que superó la cima del árbol mismo. Eso es, siempre hacia lo alto; siempre hacia Dios, incluso con los pies, siempre, también con los zapatos, siempre hacia lo alto; incluso en aquellas cosas que parecían más ordinarias y banales! ¡Este es Don Bosco! ¡Y cuando oía contar aquella anécdota me he venido aquí y he pensado entre mí: ¡Realmente este era verdaderamente Don Bosco! Don Bosco piadoso, Don Bosco que se nutre de Dios.  Don Bosco que ha comprendido que su misión es la de no cerrarse, la de no enclaustrarse, la de no acurrucarse sobre sí mismo, sino la de combatir el mundo con sus mismas armas modernas, es decir las de este tiempo, es decir imprenta a imprenta, escuela a escuela, la propaganda del bien frente a la propaganda del mal».

 

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