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Messaggi Don Orione
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Pubblicato in: Messaggi di Don Orione, n.102, 2000, p. 57-76.

El secretario particular, Don Diego Lorenzi, orionista, nos deja en un memorial su experiencia al lado de Albino Luciani, Primer Patriarca de Venecia y luego Papa durante 33 días. Surge como un retrato del “Papa de la sonrisa”, captado al vivir la cotidianeidad o lo que ocurre cada día, algo fascinante e imprescindible para quien quiera conocer y aprender las lecciones de este hombre.

Vivir diariamente con una persona no sólo nos hace comprender lo que el individuo es, expresa o siente, sino que a menudo es relevante para poder establecer otros aspectos de la personalidad que a veces no tienen otro modo de salir fuera, del que podamos darnos cuenta solo con una relación, incluso si ésta se establece en un tiempo más prolongado.

Esta es la aventura que le sucedió a un sacerdote de la Obra Don Orione, a mí, que durante dos años y dos meses viví junto a Albino Luciani, Patriarca de Venecia primero, y S.S. Juan Pablo I después.

Han salido ya bastantes libros (tal vez demasiados) sobre este hombre que cruzó el cielo de la cristiandad como un meteoro. Siento que puedo usar esta imagen tomada del mundo astral sin forzar demasiado y otra del Evangelio. Es del mismo Jesús que hablando del Bautista dice: “Juan era una lámpara que arde y resplandece y ustedes han podido por un momento regocijarse con su luz” (Jn 5, 35).

Quienes se encuentran conmigo y no conocen mi historia, y por tanto no se pierden en exclamaciones rocosas, me dan sin saberlo un motivo de alegría. Cuando la gente se entera de aquello que sucedió en mi existencia desde julio de 1976 a septiembre de 1978, respondo, bromeando pero muy convencido: en mi vida he hecho también esto. He tenido el gozo, la fortuna, la responsabilidad de estar cerca de un hombre santo como lo era Albino Luciani, sirviéndole con mucha dedicación y mucho respeto durante dos años en Venecia y dos meses escasos en Roma.

ASÍ ME LLAMÓ PARA QUE LE HICIERA DE SECRETARIO

Me encontré por primera vez con el Patriarca Albino Luciani en diciembre de 1973, cuando inauguró nuestra institución para personas con discapacidad en Chirignago. A favor de esta institución, unos meses después, realizaría un gesto por el que fue aplaudido por algunos y criticado por otros. Puso en subasta su anillo para entregar lo recaudado a beneficio de nuestra institución a la que le costaba moverse en sus primeros pasos, ella misma con discapacidad por falta de medios.

En 1975, mis superiores de la Obra Don Orione me mandaron como ayudante a la parroquia San Pio X que nos fue consignada en Marghera. Y allí, en enero del siguiente año, me encontré nuevamente con al Patriarca Luciani, de visita pastoral a la comunidad. Al final del primer día, le di un paseo hasta el Piazzale Roma. Durante el trayecto, por decir algo, habiendo sabido que en el próximo julio se desplazaría a Filadelfia para el Congreso eucarístico internacional, osé decirle: ‘Eminencia, como sé un poco de Inglés, me permito ofrecerme como acompañante y portador de la maleta’. La respuesta ya no la recuerdo. Sé que en breve llegamos a la estación y el discurso se quedó ahí.

Al final de junio de aquel año, me encontraba con los sacerdotes de la diócesis en Paderno del Grappa, donde se desarrollaba un convenio anual de pastoral. Al final de una comida el Patriarca se me acercó y me dijo: ‘¿Se acuerda de su oferta de acompañarme a Filadelfia?’. En aquel momento pensé en un reproche por mi descaro. Pero pronto añadió: “A Filadelfia no voy. Pero querría que usted viniese conmigo no para llevarme la maleta, sino para prestarme el servicio de secretario particular”. Permanecí mudo por unos instantes y finalmente le respondí: “Aquí están mis superiores directos. Si lo cree oportuno hable con ellos”. Y él rápido aclaró que la propuesta los superiores ya la conocían. En ese momento añadí: ‘En mi vida me he dejado constantemente guiar por los acontecimientos, convencido de que en ellos estaba Dios actuando, para disponer de mí en su plan. No le pido ni siquiera un día para pensarlo: si quiere, acepto inmediatamente’. Así se inició la aventura de ser secretario particular de Albino Luciani. Con mucha honestidad, además de sencillez. Al formularme la propuesta el Patriarca había añadido también estas traviesas palabras: “Usted (me trataba aún de usted), aceptando ser mi secretario, llevará una vida monótona. Deberá encargarse de contestar al teléfono, trabajar con la máquina de escribir, arreglárselas con los pobres que vienen a pedir alguna cosa, conducir el automóvil, hacer de ceremoniero en las funciones religiosas”.

No me dijo, y ni siquiera me dio a entender, que sería un secretario-filtro o un representante suyo. Simplemente sería como un familiar, un compañero en la jornada, un comensal con quien intercambiar algunas palabras.

DOS AÑOS CON ÉL EN VENECIA

Poco antes de ser elegido Papa, Luciani escribió un artículo que apareció en “Il Gazzettino” del 22 de julio de 1978. Allí puede leerse: “Allá, en el medio de la calle, en la oficina, en la fábrica, nos hacemos santos con la condición de que se desempeñe el propio deber con competencia, por amor de Dios, gozosamente, de modo que el trabajo cotidiano se convierta no en la ‘tragedia cotidiana’, sino casi en la ‘sonrisa cotidiana’”.

Su vida como Patriarca, muy simple y recogida, se desarrollaba toda sobre esta base: trabajo, oración, audiencias, encuentros, algún viaje y visitas pastorales. Se levantaba a las 5.00 (y en el Vaticano algunas mañanas también a las 4.30), dedicando en seguida una hora y media e incluso más a la oración personal y a la meditación. A las 7.00 concelebraba (tanto en Venecia como en el Vaticano). A las 7.30 desayuno, al que seguía la lectura de algunos periódicos italianos. Justo después en el estudio privado atendía la hora de las visitas o el inicio de las audiencias. En Venecia recibía indistintamente a todos los que venían y querían hablarle y respondía personalmente a los que le escribían. A las 12.30 se comía. Tímido y reservado en el arco de la jornada, en la mesa sin embargo hablaba con las hermanas que, alternándose, le servían. Casi a diario, mientras una de las religiosas le llevaba la sopera del primer plato, le decía: “¿Qué nos cuenta, hermana?”, intentaba envolver con delicadeza para quien, sin salir de casa, trabajaba para nosotros. Después de la comida se concedía un breve reposo y a las 14.30 estaba de nuevo en su despacho privado, hasta las 20.00, hora a la que se cenaba. A las 20.45 se retiraba a su habitación, y creo que aún dedicaba un tiempo a la lectura, más que a preparar intervenciones, homilías o discursos.

Recitaba sólo el Breviario y el Rosario. Daba mucha importancia a la oración frecuente. Así escribió una vez: “Nuestra vida ha de ser como una lámpara, que da luz; en la lámpara la llama son las buenas obras: paciencia, dulzura, caridad hacia Dios y el prójimo; la cera o el aceite, que produce la llama, es la oración. Las dos cosas no se pueden separar”. La meditación, el examen de conciencia, la oración asidua, vivir franciscanamente fijando sobre Dios, único y sumo Bien, el pensamiento y la conversación con Él, verificando y elevando bajo su mirada los afectos y propósitos para transformar las tragedias cotidianas en sonrisas: ésta es la que da la fuerza, porque “amar a Dios es un viaje con el corazón hacia Dios”, como dijo el 27 de septiembre de 1978. “Viaje  – prosiguió – también misterioso porque yo no puedo iniciarlo si Dios no toma antes la iniciativa”.

Lo acompañé en numerosas visitas y celebraciones a las parroquias, a las comunidades religiosas, en acontecimientos civiles. Su palabra era en todas las ocasiones sencilla, bien medida, sustanciosa, edificante. Cuando podía – y lo hacía bastante a menudo, como ocurrió también durante las audiencias generales como Papa – se ayudaba de breves diálogos con interlocutores improvisados, niños o muchachos de modo especial.

Un recuerdo. Estábamos en 1977, y el Patriarca Albino Luciani estaba de visita pastoral en Caorle (Venecia). En la primera tarde, la antigua catedral románica estaba llena de alumnos de la escuela primaria. Llamó a seis a la zona del altar mayor, y dijo a los tres muchachos: “Tú eres el arrepentimiento; tú eres la escucha; tú eres el agradecimiento; y a las tres muchachas: “tú eres la ofrenda, tú la comunión y tú la memoria”. Los seis debieron repetir el ‘nombre’ que se les asignó: después se les dispuso en este orden: arrepentimiento, escucha, ofrenda, memoria, comunión, agradecimiento. El Patriarca, entonces, volviéndose a todos, ilustraba la riqueza y la variedad de la celebración eucarística, que – sobre todo a los niños – puede parecer poco atrayente. Fue seguido con mucha atención gracias a la convicción que mostraba. También a mí aquella aproximación, hecha con la obvia esperanza de un efecto duradero, me hizo mucho bien y aún sigue haciéndomelo”.

ANTES DE LA ELECCIÓN

La tarde del 6 de agosto de 1978, la noticia de la imprevista desaparición del Papa Montini, le llegó al Patriarca en Lido de Venecia, donde se encontraba desde hacía unos días. La mañana siguiente volvió a la sede y solicitado por el director del diario local para que escribiese algo que se refiriese al sucesor de Pablo VI, inició su artículo así: “El cardenal Konig, arzobispo de Viena, ha dicho hace poco que, en el próximo cónclave, el cardenal elegido deberá ser obligado casi con un bastón – en sentido metafórico, claro – a aceptar la elección”. Mientras escribía a máquina el manuscrito, dije para mi mismo: ¿Y quien podrá aceptar esos golpes sin rebelarse, sólo uno muy humilde? ¿Y no es la “humilitas”, el lema y la estrella con las que desde hace 22 años luce el Patriarca de Venecia, vive y acepta los acontecimientos?

Pocos días después, el 10 de agosto partimos en automóvil para Roma. Huéspedes de los Padres Agustinos, a pocos pasos de la Basílica de San Pedro, el cardenal Luciani pasó dos semanas en gran recogimiento. Aceptó dos invitaciones: el domingo 21 estuvo comiendo en la Curia General de la Obra Don Orione y, la tarde del jueves siguiente, celebró en la capilla de los religiosos de nuestra congregación de Don Orione en el Vaticano. Recuerdo que fue una homilía más bien larga. Y después se quedó también a la cena.

De un modo personal, Luciani indicó explícitamente, a la vuelta de un viaje suyo a Brasil algún año antes, un posible candidato: el cardenal Aloisio Lorscheider. Probablemente veía en él felizmente conjugadas una mentalidad fundamentalmente europea, segura doctrinalmente, y las nuevas adquisiciones espirituales y pastorales que aquel cardenal había madurado en América Latina.

Durante aquellos días no fue – como se dijo malignamente de otros cardenales – vector de consensos; ni siquiera se pronunció en favor de un futuro pontífice de “liderazgo tenso y agresivo”; ni fue inventor de candidaturas. Supo, sin embargo, que un periódico lo juzgó de “descolorido”; creo que frente a este adjetivo, él habrá sonreído y se habrá dicho, como tantas veces: “Hay que tener paciencia”. En la escuela, antes se nos decía que el blanco (indudablemente un color descolorido) se obtiene de todos los colores del Arco Iris en conjunto y puestos a dar vueltas velozmente. ¿No es así? ¿No habrá sido él mismo el resultado de los dones del Espíritu Santo emparejados en conjunto?

LA ELECCIÓN

Me encontraba en la Plaza San Pietro cuando el Cardenal Felici dio el anuncio de la elección con la fórmula latina repitiendo dos veces el término “Dominum” antes de añadir “Albinum Lucani”. En los primeros recuerdos este es un detalle importante, porque mientras el cardenal Felici volvía extrañamente sobre aquella palabra “Dominum”, me he encontrado por instinto incitándole a que fuese adelante, que completase ya la fórmula canónica, ¡venga… date prisa!

Parecerá extraño, y sin embargo me esperaba ese nombre ‘Albinum’. ¿Por qué? El motivo ha quedado explicado en lo que he dicho más arriba. Me lo esperaba por la suma de virtudes cristianas que había encontrado en aquel hombre. Y varias veces me había encontrado anteriormente pensando en que la suma de virtudes debía ser ofrecida al mundo entero. Hay que recordar, sin duda, lo que fueron aquellos meses de 1978: los trabajos, las vicisitudes por ejemplo de pueblo italiano en el punto de mira de las Brigadas Rojas. El caso Moro que sangraba aún. Pues bien, para mí mismo, creía que si el mundo hubiese querido tomar aliento, mirar un poco a lo alto, distenderse un poco, y tomar fuerzas… sólo debía mirar el rostro de este hombre, sencillo y humilde, hubiese debido admirarlo, algo que se merecía, por lo que él había conseguido como respuesta a los carismas que el Señor ciertamente le había dado.

De su probable elección a la sede pontificia, indirectamente, recuerdo haberle mencionado algo. La mañana del día en el que después entraría en cónclave, al llevarle a la habitación los habituales 3 ó 4 periódicos, le dije: “Eminencia, en estos dos años he procurado ser lo más discreto posible y no me he permitido decirle algunas cosas. Permítame hoy confiarle una previsión: mañana, a esta hora (que habría coincidido más o menos con el final de la segunda votación), usted tendrá ya un buen grupo de votos a su favor, porque  – agregué – no podrán no hacer Papa al más santo”. Cuando hube terminado, él me objetó: “Es difícil medir la santidad de los hombres”. Y agregó: “De todos modos, si me eligen a mí, renunciaré”. Esta última frase no era la primera vez que la oía. A ella recurría bastante a menudo cuando alguien se le aproximaba para hacerle previsiones que le resultaban incómodas. Acostumbraba a reaccionar con una sonrisa y firmeza a la vez, haciendo un recuerdo a la constitución de Pablo VI “Regimini Ecclesiae”, que preveía que el elegido pudiese rechazar el peso que se le proponía. Y él, que tenía confianza en las palabras del Papa, con tranquilidad y convicción, casi exorcizando la eventualidad que se le hacía antes de tiempo, aseguraba: “Si las cosas tuviesen que ocurrir de ese modo, diré: queridos cardenales, lo siento, pero han de escoger a otro”.

Sin embargo, después, como dijo en su primer y famoso Angelus: “Llegado el momento, he aceptado…”. Lo dijo propiamente así. ¡Quién sabe lo que sucedió por dentro en esos momentos! Entramos aquí en el campo de la Gracia.

Probablemente para tratar de entender algo, habría que introducirse en las tensiones de fidelidad que llenaban la vida entera de este hombre. Fidelidad a la invitación de Dios, a la llamada de Dios, que cada vez lo empujaba donde él ciertamente no había previsto. Y también en aquella ocasión habrá aceptado habiendo visto en el voto de los cardenales la voluntad de Dios sobre él.

Su actitud interior prevaleció sobre las consideraciones externas. Al Señor que le pedía de vez en cuando hacer de maestro o de vicario en el seminario, o de vicario general, o de obispo, primero en Vittorio Veneto, después en Venecia, y finalmente en Roma…, él debió responder cada vez: ‘Sí, me disgusta, pero acepto’. Y me gusta imaginar que cuando aceptó hacer de Papa, Dios pueda haberle dicho: “¡Ánimo! Lo tendrás difícil sólo por poco tiempo, unos pocos días. No te preocupes”.

DESPUÉS DE LA ELECCIÓN

En la tarde del 26 de agosto, en el balcón de la Loggia de San Pedro apareció simpático, sudado y lleno de alegría, el nuevo Pontífice Juan Pablo I. La iglesia retomaba el camino guiada por un véneto, que sonreía como Juan XXIII. Fue llamado enseguida como el Papa de la sonrisa. De él destacaba enseguida la simplicidad, la modestia, virtudes que la prensa se dio prisa en destacar.

Yo, que estaba en la plaza San Pedro, pensaba en Dios, que, inesperadamente había quemado las naves de Albino Luciani, sobre las orillas del Tevere, naves de la reserva y el escondimiento, en los que había vivido como si fueran su hábitat natural por muchos años, y le había insinuado que despegara, que se rindiese al mundo entero, desafiando las incógnitas y las aguas traicioneras. Él había obedecido y había actuado - como dijo al día siguiente - “teniendo su mano en la de Cristo, apoyándose en Él”. A todos sorprendió el doble nombre. Ciertamente en su elección habrán influido factores que podríamos definir como afectivos. Y, sin embargo, los periódicos se apresuraron a titular: “será más Juan que Pablo”, del apóstol nacido en Tarso tomó prestadas no sólo la palabras sino sobre todo el ánimo con el que se presentó a los cristianos de Corinto: “Cuando he venido entre vosotros, hermanos, lo he hecho con sencillez, sin el orgullo de palabras doctas…, me he presentado a vosotros débil, lleno de temor y de preocupaciones… Os he predicado y enseñado no con hábiles discursos de sabiduría humana”.

Vi por primera vez a Luciani en la vestición del Papa la tarde de la elección, hacia las 21,30. Entré en la sala en la que se encontraba en conversación con el cardenal Secretario de Estado, colocados en una gran mesa. Cuando me vio, vino a mi encuentro y, mientras yo me inclinaba para besarle el anillo, me dijo: “Tus palabras se han cumplido exactamente… Puedes ir a descansar. No vemos mañana”. Fue su primer día como Papa; el primero de otros treinta y dos, con los que componer sin duda un saliente insuperable en la vida de la Iglesia.

Inmediatamente después de la elección, comenzó su actividad ordinaria. Ya en la primera tarde del domingo 27 me dijo: “Mira, hay que escribir a Mons. Bosa para el encargo de administrador apostólico”. Y puesto a la mesa de trabajo, sacó el texto, que después yo mismo pasé a máquina. Pero ya hacia las 17,30 oyó que le llamaban desde la plaza un grupo de jóvenes (participantes de la "tendopoli" mariana del Divino Amor), y como éstos insistían, él de un modo muy sencillo se asomó a la ventana para expresar un saludo. Esa misma tarde, después, telefoneó al obispo de Belluno, y empezó un encuentro con el Card. Villot y Mons. Caprio, sustituto en la Secretaría de Estado.

Después llegaron aquellos 33 benditos días. Recuerdo aquí sólo un episodio que me sorprendió. Juan Pablo I recibió, algún día después de la elección, el homenaje de los Cardenales en la sala del Consistorio. Yo estaba a su lado. Junto al Cardenal Bafile, Prefecto de la Congregación para la Causa de los Santos, el Papa le dijo: “Le ruego, Eminencia, la causa de beatificación de Don Orione”. Probablemente estaba al corriente de que la causa estaba prácticamente concluida. Será Juan Pablo II, quien muy pronto, beatificará a Don Orione en 1980.

AQUELLA MUERTE DESPUÉS DE 33 DÍAS

Mons. Antonio Mistrorigo, obispo de Treviso, en una entrevista, puso en boca del patriarca Luciani una expresión que debía haber recogido en alguno de los no pocos encuentros tenidos con él, y que también yo le oí decir en una ocasión: “A veces le pido al Señor que me lleve con Él”.

Dios nos pide, nos manda y se impone. Pero al final paga a quien le ha dado obediencia, escuchando sus requerimientos. A nuestra obediencia, Dios responde con su disponibilidad, aceptando lo que le vamos pidiendo. No nos debería asombrar que haya ocurrido así también para Albino Luciani. Por otra parte, es sólo en este nivel de fe desde el que podemos buscar una respuesta adecuada a un determinado género de interrogantes. Entre tales interrogantes, el más grande y en el que todo el mundo concuerda, fue el que millones de personas se hicieron aquella mañana del 29 de septiembre de 1978, hacia las 7.30 cuando la Radio italiana y la ANSA dieron la noticia de la desaparición, seguida del boletín médico, cuyo texto oficial comenzaba así: “Esta mañana, hacia las 5.50, el secretario (no se daba el nombre) al no ver al Santo Padre en la capilla, donde solía estar a esa hora, entró en la habitación y lo encontró muerto, en una postura como del que está leyendo, etc.”.

Las reacciones yo las vine a saber en los días siguientes con una rápida mirada a los periódicos nacionales, no muy diferentes habrán sido los otros, en los diversos continentes. Para mí, con la mente caliente y comprensiblemente en shock por entonces, pero ciertamente, sin ser algo forzado, ni una solución simplicista, ni tampoco algo apresurado lo vi como un "cerrar la partida", la vuelta a ese pedirle a Dios que lo llevase con Él: petición que - a mi parecer - debió volverse insistente por no decir petulante, dada la gran confianza que existía entre él y Dios, ya desde los primeros días que siguieron a la elección. ¿Cómo le habrá respondido el Eterno? Sin intervenciones particulares, o visionarios mensajes angélicos, inspirándolo tal vez en las cuatro catequesis de los sucesivos miércoles para recordar a los presentes y a los lejanos de la sala Pablo VI, otras tantas virtudes de matriz cristiana: la humildad, la fe, la esperanza y la caridad; “amar - concluía - es un viaje también misterioso porque yo no empiezo si Dios no toma primero la iniciativa”. Y Dios la tomó “cuando el silencio llenaba todas las cosas”, dice la liturgia en la noche de Navidad.

Un dramaturgo veneciano, de poca fama, imaginó que un mensajero divino, llamó a la puerta de la habitación del Papa Luciani y le dijo: “Dios te ha escuchado y te espera, sígueme”. Y salieron juntos, sin hacer ningún ruido. Los ocupantes del palacio apostólico, los guardias suizos y los agentes de vigilancia de servicio hasta las 5,30 hubieran podido anotar: “Noche tranquila, ni siquiera un batir de alas de naturaleza sospechosa”.

Pero hablando así, ignoro aquellas que se llaman las causas segundas, de las que Dios puede haberse servido antes de enviar a la tierra el medio celeste. Es pues ahora el momento de recordarlas. Después de la audiencia de aquel día - la última de las que al Card. Secretario de Estado Villot - estábamos a la mesa para la cena, que él inició, ya sentado, diciéndonos a los dos secretarios: “Es extraño… estoy sintiendo punzadas en el pecho… noto sin embargo que están bajando de intensidad”. Mi sorpresa fue compartida por Mons. Magee que se adelantó a decir: “Hay siempre un médico de guardia a disposición, no cuesta nada llamarlo”. Fuimos disuadidos de hacerlo y – debo agregar por corrección, casi como excusa – que nunca en el pasado, con él, me había permitido contradecirle. Mi inexperiencia, además, en síntomas premonitorios de problemas cardiacos unidos a esas punzadas, jugó una parte notable, en la continuación de la cena.

Terminada la cena, y después de una conversación telefónica con el Cardenal de Milán, Giovanni Colombo, lo acompañamos a la habitación donde dormía y el padre Magee, no olvidó lo que le dijo en la mesa, le indicó un "pera" que colgaba del cabezal de la cama diciéndole: “Santo Padre, si esta noche le hiciese falta cualquier ayuda, apretándola podrá encontrarnos”. Se mostró persuadido y (lo constatamos a la mañana siguiente) lo dejamos con la lectura de un escrito suyo referente a los años en los que era obispo de Vittorio Véneto. Comprensible para mí, conociendo sus hábitos: era la noche entre el jueves y el viernes y urgía encontrar algún apunte para el Angelus del domingo ya un tanto cercano. Esos eran los folios a los que se apuntaba en el comunicado citado arriba.

También yo me retiré a mi habitación en el apartamento pontificio. A la mañana siguiente tenía que salir hacia el Véneto para celebrar un matrimonio y así dediqué aquel momento de calma para preparar algunos apuntes para la homilía.

Lo que ocurrió a la mañana siguiente es una crónica y una historia conocido por todos. Yo fui despertado por Sor Vincenza Taffarel, que habiendo notado que el Papa no había retirado las vasijas del café dejado fuera de la habitación, había tal vez llamado y entreabriendo la puerta descubrió que el Papa estaba muerto. Acudió a mi habitación: “¡Venga, venga que ha muerto el Papa!”. Corrí a la habitación del Papa. Faltaban 5 minutos para las 6. Estaba ya el otro secretario Magee. Después de un momento de desorientación se llamó en primer lugar al Card. Villot y después tomó él en su mano la situación. Acudieron otros eclesiásticos de la Curia, el médico Buzzonetti que entonó el Salve Regina, la sobrina Lina Petri que trabajaba en la Sala de Prensa Vaticana.

Habían pasado apenas 50 días de la muerte de Pablo VI y todos los procedimientos ligados a la sede vaticana fueron activados por el Card. Villot, que fue el primero en entrar al apartamento privado. Fue bastante fácil revestir al Santo Padre con los paramentos sagrados, antes de que hacia las 12 fuese llevado a la sala Clementina. El Padre Magee y yo fuimos invitados cortésmente a dejar libre el apartamento debiendo dejar selladas todas las puertas; el próximo en ser elegido sería el primer autorizado en quitar esos sellos.

EL TIEMPO DE UNA SONRISA

Su pontificado duró sólo 33 días. El tiempo de una sonrisa.

El Cardenal Albino Luciani en la cátedra de Pedro fue para muchos una sorpresa. Sus primeros movimientos como Papa tenían el sello de la más sencilla humildad. Desde la lógica de San Pedro, al día siguiente de la elección, dejó de un lado el “Nosotros” mayestático, e inició a expresarse con un tono familiar: “Ayer por la mañana yo había ido a la Capilla Sixtina a votar tranquilamente. Nunca hubiera imaginado aquello que estaba por ocurrir…”. No quiso llevar el “triregno”. A la primera solemne ceremonia no quiso que se la llamara “entronización” sino “inicio del servicio pastoral”. Cuando un Prelado vaticano se presentó para preguntarle por la forma de su escudo, instintivamente le respondió: “¿El escudo? Pero eso son cosas medievales”. Después aceptó uno de los tres bocetos preparados con prisas para él.

La primera ceremonia solemne quiso que se llamara “entronización” sino “inicio del servicio pastoral”. Casi con ingenua dulzura se entretenía con los fieles en las audiencias generales, intercambiando diálogos, recuerdos de vida cotidiana y buena doctrina como haría cualquier buen catequista o párroco. Buscó la ascética de la simplicidad y de lo concreto. Un día estaba en el jardín colgante del Palacio Apostólico, del Vaticano. Hizo una pequeña parada para mirar el panorama de Roma dejando los apuntes de un discurso importante sobre una mesita. Una ráfaga de viento los dispersó sobre los tejados circundantes. “¡Ayuda!”, exclamó sonriendo. Y después, a Sor Vincenza que se dio cuenta, agregó: “Mire, hermana, al final en qué quedan las palabras… también las del Papa. ¡Son los hechos los que cuentan!”. También un poco de ironía, en este tipo de hechos puede hacer el bien.

Recuerdo que el patriarca Luciani, un día me dijo: “Cuando era sacerdote y predicaba, la gente observaba que en las prédicas no decía nada particularmente interesante. Y bastó que me hicieran obispo y llevase una mitra en la cabeza y en seguida aquellas mismas prédicas fueron vistas como hermosas, y notaba que la gente decía: qué bien habla este obispo…”.

Recuerdo aún un gesto de exquisita delicadeza hacia mi congregación. El 29 de agosto de aquel año 1978 debía haber presidido las celebraciones en el Santuario de la Virgen de la Guarda en Tortona. No pudiendo intervenir, envió un mensaje suyo autógrafo diciendo: “Me disgusta no poder venerar en persona a la Virgen de Tortona, como tenía previsto, envío una gran bendición a su Obispo y a la ciudad. Roma, 28.8.1978”.

UNA SONRISA QUE VENÍA DE LEJOS

Hubo quien lanzó un hipotético “secreto” en la sonrisa de Luciani. Esta sonrisa ha representado una especie de nuevas maneras, un tratamiento inédito en la personalidad pública de un Papa, pero eran unas maneras muy notables y habituales en la personalidad de Lucani.

He podido mirar muchas fotos del Patriarca que aparecieron en "Gente Véneta", el semanario católico de Venecia, tomadas entre 1971 y 1978 y he podido constatar una vez más cómo la sonrisa en los labios de Albino Luciani era una constante también antes de agosto de 1978. Es algo que tal vez se nota y que ya en sus primeras apariciones sobre el balcón externo del Vaticano, más que una sonrisa, era una risa abierta, abierta 360 grados: ¿se dice así? Esto me parece a mí que parecía constituir un aspecto absolutamente nuevo y desconocido antes. Este hecho le procuró aquel título del “Papa de la sonrisa” que nadie ya le podrá quitar y que yo comparto sólo en parte, porque puede ser un modo, aunque involuntario, pero sin duda restrictivo a la hora de juzgar el pontificado de Luciani.

No podemos dejar de dar relieve al hecho de que hoy nuestro reír sea muchas veces fruto de vulgaridad o necedad, al igual que puede simplemente parecer una pose, algo que asumir como deber. Considero sin embargo, para valorar más propiamente este insólito aspecto de Juan Pablo I, que es necesario colocarnos en otra longitud de onda, esa que constituyó una intensa, espontánea e inmediata conexión de la multitud de todo el mundo con el nuevo Papa.

Recuerdo al respecto, el comentario de un periodista americano, mencionado por el card. Baggio, en una conferencia suya de 1979, después de la muerte del Papa Luciani y en previsión del inmediato cónclave: “No tenía ninguna importancia que el Papa que se iba a elegir fuera italiano o no, diplomático o pastor, conocedor o no de otras lenguas, liberal o conservador; ni siquiera contaba que fuese erudito o ni siquiera santo: bastaba que supiese sonreír. Sólo un hombre así habría encarnado la visión cristiana de la esperanza”. Aquí en estas palabras me parece reconocer la interpretación más acertada y trabajada de la sonrisa del Papa Juan Pablo I.

DISCRETO

Luciani, para quien lo observaba, le gustaba permanecer escondido, no observado. Esto le pasaba en el tren, y estaba contento cuando podía volver por ejemplo de Roma, estudiando y trabajando, sin ser reconocido. Por ello procuraba quitarse el anillo y meter en el bolsillo la cruz pectoral, permaneciendo como un simple cura en medio de la gente.

Lo mismo le ocurría en el vaporetto. Podía suceder encontrarlo solo, a lo largo de los callos. Otro aspecto que la gente no suele conocer de él es que el patriarca Luciani tenía siempre prisa en sus cosas. Aunque no llegaba nunca con retraso, se daba prisa por salir, y si bien proveía con fluidez en sus obligaciones, era solícito a la hora de comenzar o partir. Podía suceder, repito, verlo apresurarse con prisas, forzando la pared, raspando casi su ropa detrás de él… Y si podía no aparecer en la escena, lo prefería.

Otro ejemplo. Si se repasan las reseñas de los números de L’Osservatore Romano” que salieron en los días de la celebración del Sínodo de 1977 sobre la catequesis, no se encontrará ninguna intervención pública suya. Y sin embargo, él entregó una contribución de catorce títulos a la secretaría del Sínodo; y un día le oí decir que en varios puntos de la síntesis que salió como conclusión del Sínodo, había encontrado el eco de sus aportes.

Cuando iba a las parroquias era cordial y simple con la gente, pero procuraba no llegar nunca demasiado temprano o quedarse mucho después. Para las visitas pastorales aceptaba todos los compromisos que los párrocos le proponían. Pero digamos que era un tanto tímido, bastante tímido. Escuchando de nuevo las grabaciones de sus discursos, en el Angelus o en otras circunstancias, se podían descubrir algunos matices de cierto temblor en la voz, de los que rápidamente se reponía. Es probable que el hecho tenga relación con la cantidad de gente que tuviera delante. No es que a él le gustasen precisamente los baños de multitudes. Así las emociones le jugaron más de una vez una mala pasada. Pero hay que decir igualmente, en honor a la verdad, que él decía lo que tenía que decir y con claridad. No era pues una timidez que lo embargase hasta ese punto”.

SIMPLE

El nuevo Papa, muy cercano al corazón y al amor de San Pablo, utilizó enseguida un hablar sencillo, colorido, ingenioso e imaginativo, que conquistó la simpatía de quienes escuchaban. Sobre todo los menos cultos estaban encantados con la ausencia de retórica y de énfasis superfluos, esos a los que nos han acostumbrado los políticos, administradores y agitadores de diversos estratos.

Pensemos ahora por qué esa predilección en favor de un lenguaje puntillosamente cotidiano y esencial. He escogido algunos de sus textos. En 1961, ya Obispo desde hace tres años, confesaba: “También yo cometí en mi juventud pecados de formas un tanto grandilocuentes, de lirismos, de magnilocuencias verbales… Después me he convertido y ahora trato de enmendarme y hacer penitencia por mi pasado”.

En otra ocasión: “Algunos obispos se parecen a águilas, que planean con documentos magistrales y de altos vuelos…; yo pertenezco a la categoría de los pobres pajaritos, que sobre la última rama eclesial chirrían solamente y tratan de decir algún pensamiento sobre temas vastísimos”. La elección de escribir desde una ramita como “Il Messaggero di S. Antonio” casi un artículo cada mes, fue criticada con variadas argumentaciones. Él las escuchó, y continuó enseñando desde aquel púlpito popular, porque prefería hablar (y cito sus palabras) “a la pobre gente” y se alegraba de que esa gente, “junto a las recetas de cocina, pudiese encontrar también aquellas palabras evangélicas”.

Vuelve de nuevo la virtud en la que Luciani trabajó, para estar siempre en el último puesto. Pero de ahí lo descolocaron pro primera vez en 1944, cuando lo eligieron Vicario General de Belluno y Feltre, y sobre todo, cuando fue promovido como Obispo de Vittorio Véneto: “Hubiese estado tan contento en medio de los libros” repetía a menudo, pero hay que obedecer. Juan XXIII quiso consagrarlo obispo personalmente y la ceremonia tuvo lugar en diciembre de 1958: justo después lo recibió en audiencia. "Escuchemos Luciani, ¿qué nos cuenta? Usted, Monseñor – le dice el Papa Roncalli – viene de las cátedras de teología: pero ahora ponga en el primer puesto la actividad pastoral. Manténgase abajo y hable sencillo”.

Cuando, en la primera tarde del 26 de agosto de 1978, Dios pide a Luciani el más grande sacrificio, el de sentarse en la cátedra de Pedro en Roma, aceptó sobre sus frágiles espaldas el peso del Pontificado con un sí que llevaba, en aquellas vísperas de sábado, un timbre mariano: había en ello, todo un “Ecce Ancilla” y el “Fiat” de la Virgen. Pero era también la respuesta de Pedro, que oímos en la liturgia pre-festiva, en la lectura del Evangelio: “Señor, tú sabes que te amo”. Tres días después, Juan Pablo dijo a los cardenales: “Estén cercano a este pobre Cristo, convertido en Vicario de Jesucristo”.

Hay, pues, que estar atentos a no banalizar su simplicidad en el trato o en el hablar. Al observarlo bien, ello era un medio bastante eficaz para hacer a todos partícipes – también a los pequeños y a los menos doctos – de su amplia cultura. Y ésta, a su vez, era un medio para volver a proponer las grandes verdades de Dios. Una astucia santa y una sagacidad evangélica no lo abandonaron nunca, más bien le ayudaron a mirar un poco más lejos, tanto a las personas como los acontecimientos. ¡Fue un Obispo, un Patriarca y un Papa docto, sencillo, pero desencantado y astuto! En un tiempo nuevo, exaltado y difícil como el nuestro, se necesitan hombres hechos así y responsables.

MANSO Y HUMILDE

San Paolo escribiendo a los Efesios, recomendó: ‘Desaparezca de ustedes toda aspereza, desdén, ira, clamor, maledicencia con cualquier tipo de maldad. Sean benévolos los unos hacia los otros, misericordiosos, perdonándose unos a otros como Dios les perdonó a ustedes’. Al vivir cotidianamente al lado de Luciani, pude notar que este hombre había tomado estas palabras como un programa, como meta alcanzable de vida cristiana, sacerdotal, episcopal. Poco a poco, estando con él, he ido descubriendo que aquellos que Pablo llama dones del Espíritu Santo, han sido para Luciani el objetivo de su existencia cristiana, sacerdotal, episcopal. Un tomar seriamente a Cristo cuando advierte: aprendan de mí, que soy manso y humilde.

Eso que Jesús propone aquí, es algo más que un consejo, es una orden. Dice de hecho: ‘aprendan de mí’. Estando con Albino Luciani, he podido admirar sobre todo esto: su saber ponerse simplemente en la secuela de Cristo, manso y humilde de corazón. Cierto que si después sobre el significado de la humildad de corazón los exégetas pueden encapillarse, no creo que eso pueda suceder con el significado de mansedumbre. Ella es una virtud humana de la que se habla bastante poco y sin embargo es algo tan inmediato, algo que se percibe fácilmente en los demás.

Sin duda es esta la lección que he aprendido de Albino Luciani y que, muy probablemente, se mantendrá muy viva el resto de mi vida, sin que la pueda olvidar. Sin embargo me inclino a dar poco crédito a no pocos maestros se suben a ciertas tribunas, a veces insignes, y que hacen disquisiciones tal vez sobre la promoción o sobre la liberación del hombre, mientras que tropiezan en este peldaño de la humildad y la mansedumbre. Sí, lo lamento, tal vez esté condicionado por lo que he visto.

Mi modo de razonar puede resultar un poco tonto, pero estoy persuadido que, los hechos acontecidos, no pueden ser acogidos sino en el designio de Dios, dado que él eligió al manso y humilde Albino Luciani, con la intención de indicar un camino evangélico irrenunciable para los cristianos de hoy. Repito: cuando puedo ver a alguien, fiel o también eclesiástico, que no es manso y que no es humilde, me pregunto: ¿pero éste dónde vive? Así, como cuando después de la desaparición de Luciani me he sorprendido muchas veces en pensar que su vida y su muerte han servido de muy poco, si continuamos haciendo discursos de arribismo y de carrera.

Lo que vi en él en los dos años en que estuve a su lado en Venecia continué viéndolo con toda naturalidad también los 33 días transcurridos en el Vaticano como Papa, en estrecha coherencia consigo mismo y con la completa impostación de su vida. Creo que no es casualidad que el tema de su primera audiencia de los miércoles haya sido la humildad. Si usted toma el texto de aquel discurso podrá notar que a un cierto punto el Papa dice: “bajos, bajos”; y recuerdo bien que acompañó aquellas palabras con el gesto de la mano. El mismo tema lo podemos encontrar en el texto del segundo Angelus, el que pronunció el domingo 3 de septiembre, alguna hora antes de dar inicio solemne a su pontificado.

Estoy convencido que quien se encontrase en ese momento en la Plaza de San Pedro no podía dejar de sentir un erizarse la piel. Aquel día la Iglesia celebraba a San Gregorio Magno, y Juan Pablo I recuerda que aquel predecesor suyo no quería ser elegido Papa, hasta el punto de que para hacerlo aceptar tuvo que intervenir incluso el emperador. Y recoge dos pasajes de dos cartas de Gregorio, escritas después de aceptar la elección como Papa. El primero pertenece a una carta dirigida a su amigo Leandro, obispo de Sevilla: “me dan ganas más de llorar que de hablar”. Y a la hermana del emperador, Gregorio le escribe: “el emperador ha querido que un mono se haya convertido en león”. Y enseguida Luciani añade: “Se ve que también en aquel tiempo era difícil hacer de Papa”. Durante aquel Angelus yo estaba de rodillas detrás del Papa que hablaba desde el balcón del estudio, y entre mí pensé: aquí esta Luciani al completo. Con aquella cita, que a no pocos debió de resultar un tanto extraña, él indirectamente nos quería decir: lo que ocurrió hace mil quinientos años para el Papa Gregorio, hoy vuelve a ocurrir. No ya el emperador, sino Dios ha querido que una pobre persona como yo se convirtiese en Papa. Humilitas, por tanto, sí en el escudo episcopal, pero más claramente en la vida de Luciani”. UNA LECCIÓN INOLVIDABLE. Aquella mañana después de la muerte del Papa Luciani, salía también yo con pocas maletas y tantos recuerdos y un cúmulo de experiencias espirituales y humanas que volviendo a la Congregación (la Pequeña Obra de Don Orione) me han hecho y me siguen haciendo buena compañía. Pero la más discreta e iluminadora de esas experiencias es la de que Albino Luciani que, en aquel julio, dos años antes, me había pedido - en un texto autógrafo - prestarle por poco tiempo el servicio de secretario particular. Dos años y dos meses, pueden ser resumidos en poco tiempo. No el tiempo de una sonrisa, sino de una lección para proponer de nuevo a la cristiandad y a la humanidad. Parece que hay sin duda necesidad de ello.

 

Anexo

DON ORIONE ESTRATEGA DEL AMOR

Apuntes del discurso del Patriarca Albino Luciani pronunciado en Venecia - Ca’ Giustinian, el 9 de diciembre de 1972.

La calurosa y efusiva conmemoración del Honorable Bargellini hizo revivir a Don Orione delante de nosotros. Muchacho aún, ayuda a su padre a empedrar las calles; adolescente, está un poco con los franciscanos, un poco con Don Bosco, entra al seminario, joven clérigo se convierte en fundador antes aún que sacerdote. Fundador con un primer muchacho lloroso alojado en un ático: cura “mozo de carga de la Providencia”, que llega alguna vez a casa sin los zapatos, regalados a los pobres; que viaja en los trenes sin reloj, con zuecos de campesino, y el sombrero con reflejos verdosos.

Parte de aquel dinero, donado dos veces y escurridizo, ha llegado, a través de las manos de sus sucesores, por diversos caminos, a la diócesis de Venecia. En 1919 al vetusto Instituto San Girolamo Emiliani en las Zattere; en 1921 al Instituto Berna trasferido después y agrandado en Bissuola; en 1922 al Instituto La Fontaine de Lido; en 1923 al Instituto Ludovico Manin en Lista de España; en 1956 a Marghera con la parroquia San Pio X y sus obras anexas (Casa del trabajador, oratorio, asilo, centro para las trabajadoras); últimamente a Chirignago con la Fundación Bisacco-Palazzi para discapacitados y enfermos mentales.

La diócesis de Venecia exprime por mi medio su profundo reconocimiento por tantas obras de bien a favor del pueblo, de los jóvenes, estudiantes y trabajadores. A beneficio de todos nosotros está además la vida luminosa de Don Orione, su posición ejemplar ante Dios, ante sus hermanos, ante la Iglesia y ante Venecia.

Nosotros venecianos nunca podremos olvidar la afectuosa estima con la que nos rodearon Don Orione, San Pio X y el Card. La Fontane. Tengamos bien presentes sobre todo las siguientes líneas suyas: “Y yo les digo, oh queridos hijos míos; si están en Venecia y quieren hacer el bien, háganse venecianos lo más que puedan, y hasta que se pueda, y háganlo por la caridad de Jesucristo; y háganse venecianos para lograr educar mejor y salvar a los huérfanos venecianos. Más aún, cuando tengan ocasión, exalten a Venecia, que verdaderamente lo merece y que siempre fue católica… Y verán que harán mucho bien”.

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